Tonino Guerra, conocido más como guionista de cine que como poeta, un grande en los dos terrenos, escribió lo siguiente en un maravilloso poema, el Canto Quinto, de su libro titulado “La miel”:
Vosotros no sabéis que en América, en primavera,
hay trenes que atraviesan los campos de manzanos
y melocotoneros llevando las colmenas
que hacen de alcahuetas entre flor y flor
porque las ramas no se mueven para hacer el amor
y no consiguen gotear dentro de las corolas.
Esta es la faena que hace Pierino en primavera:
lleva las colmenas por el campo
y luego espera, a la sombra, que los cultivos
de las abejas golosas e impacientes,
dejen preñadas a las flores.
Y es así como nacen los frutos, que si no,
no habría melocotones, ni manzanas, ni nada.
Esa escena, tan poética, está representada en el formidable libro “Abejas”, del autor polaco Piotr Socha (2015, Maeva Ediciones 2016), en una doble página que explica lo que son los “Colmenares trashumantes”.
Lo que ha cambiado, respecto de la faena de Pierino, es que las colmenas no viajan en trenes, sino en grandes camiones que atraviesan las autopistas.
Por su parte, Maja Lunde, reconocida escritora noruega de literatura infantil, en su reciente y exitosa incursión en la literatura para adultos, la novela titulada “Historia de las abejas” (2015, Ediciones Siruela 2016), que en rigor y a su manera quiere ser una historia de la humanidad, enlaza tres relatos diferentes, de distintos períodos, una de las cuales tiene un aire distópico y está ambientada en Sichuan (China) en 2098. Aquí cuenta la historia de Tao, una mujer que se dedica a la polinización de flores, actividad que se desarrolla manualmente, flor por flor, rama por rama, “con un recipiente de plástico en una mano y un cepillo de plumas, en la otra”, en jornadas de doce horas al día, porque la contaminación ha acabado con las abejas y es necesario que alguien polinice las flores en lugar de los insectos.
Esa escena también está ilustrada en el libro de Socha, donde se menciona la “extinción de las abejas” y la “polinización manual”, una práctica que ya hoy se realiza en Sichuan:
En el libro de Piotr Socha, que cubre todos los aspectos del mundo de las abejas, hay una preocupación muy especial por el asunto de la polinización y la extinción de los insectos polinizadores. Eso está muy presente, también, en otros libros que se hicieron públicos más o menos por esa misma época.
Es como si a mediados de la década pasada hubiéramos descubierto que la contaminación, sobre todo la que producen los pesticidas, estuviera acabando con las abejas. Y al descubrir eso, es claro, nos diéramos cuenta de lo peor que comporta esta extinción: el riesgo de quedarnos sin alimentos. Porque se sabe, desde hace mucho, que las abejas no solo son buenas para los seres humanos por darnos la miel, sino que cumplen una función mucho más importante en el ecosistema: polinizan las flores. De las abejas depende en gran parte la polinización de las plantas que nos dotan de los principales alimentos vegetales: ciruelas, cerezas, sandías, calabazas, girasol, sésamo, café, remolachas, zanahorias, puerros, manzanas, limones, naranjas, melocotones, cebollas, tomates, berenjenas…
Igual de cierto es que las flores, en general, dependen de las abejas, tanto como las abejas dependen de las flores. Y por tanto, la desaparición de unas conllevará la de las otras. El libro de Alison Jay, “La abeja y yo” (2016, Editorial Juventud, 2017) nos lo explica con una historia muy peculiar, en un plan fantasioso y bien informado a la vez.
La preocupación acuciante respecto de la posible extinción de las abejas hizo que la industria editorial se mostrara sensible. Así fue que surgieron varios libros que tienen a la abeja en el centro de sus preocupaciones. Libros de conocimientos, informativos y no tanto de ficción. Libros mejor ubicados en la línea del de Piotr Socha. Libros que quizás no se detienen tanto en alertar del riesgo antes mencionado, sino que buscan enamorar a los lectores de las abejas, para lograr, quizás, de esta manera, que la suerte de estos dulces insectos, a menudo vistos por la infancia como una amenaza por sus aguijones, no resulte indiferente para la infancia en particular y para la sociedad en general.
Allí está “Abeja. Un pequeño milagro de la naturaleza”, de Britta Teckentrup (2016, Editorial Cubliete, y Bruixola en catalán, 2016). También está “Mi vida de abeja”, de Kristen Hall, ilustrado bellamente por Isabelle Arsenault (2018, Libros del Zorro Rojo, 2019, en catalán con el título “L’abella de la mel”). Y aparece, más recientemente, “La abeja”, de Benoït Broyart y Suzy Vergez, (2019, publicado por MTM en 2021, en catalán, “L’abella”).
Comparten estos libros ser sencillos informes, bien ilustrados, sobre el ciclo vital de las abejas a lo largo de un año, con sus características más sobresalientes: la organización social de una colmena; las características fisiológicas de estos insectos; sus métodos de alimentarse, organizarse, comunicarse, reproducirse; sus aportes al ecosistema y a la humanidad; la producción de miel y cera…
Algo como en lo que su momento hizo el clásico de Maurice Maeterlinck, “La vida de las abejas” (1901, Editorial Ariel, 2018), aunque en aquel caso sin ninguna ilustración, con una propuesta que se sustentaba solo sobre la belleza de un discurso inteligente, intrigante, misterioso por momentos, y con una carga de reflexión filosófica que los libros informativos antes mencionados no comportan en absoluto.
Como decíamos, en los últimos años, debido a la amenaza de extinción, las abejas renovaron el interés de la industria del libro. Ello mereció que se reeditara un clásico de la LIJ de 1912: “Las aventuras de la abeja Maya”, de Waldemar Bonsels (1912, Nórdica Libros 2019), en este caso con las bellas ilustraciones de Ester García. En esta misma dirección, otro libro que también logró su reimpresión recientemente fue el álbum “La abeja de más”, de Andrés Pi Andreu, ilustrado por Kim Amate (2011, editorial Takatuka, recuperado en 2021).
Claro que estas dos últimas obras de ficción se alejan bastante del papel tradicional que se reservaba a las abejas en las fábulas: representar las virtudes de la inteligencia, la laboriosidad, la obediencia y el mantenimiento del orden. Tanto para Samaniego como para Iriarte, las abejas representaron esas virtudes, en general de manera contrapuestas a la glotonería que se ha asociado con la miel y sus “ladrones”. Y un dato curioso, relacionado con esta visión tradicional de las abejas, dato que es mencionado en el libro de Piotr Socha, es la decisión de Napoleón de recuperar estos insectos como símbolo personal a la hora de coronarse como emperador.
En esta misma línea heráldica, otra curiosidad, que no he visto en ningún libro, pero que conozco de primera mano, es el dato de que las abejas sean el animal que representa a las maestras en Uruguay. Desde los años 40 del siglo pasado, cuando las maestras se gradúan, además de obtener un diploma se les entrega un anillo muy especial que porta una abeja en su parte superior, diseño del escultor y escenógrafo Antonio Peña. Se entiende que la abeja representa el afán permanente de servicio, laboriosidad, trabajo honrado y silencioso, característico de la docencia.
Y hablando de Uruguay, ya para cerrar esta nota, no puedo pasar por alto un cuento de Horacio Quiroga, publicado en sus “Cuentos de la selva”, que se titula “La abeja haragana”, título que la editorial Nórdica recuperó en 2018 para celebrar el centenario del libro, publicado para la ocasión con unos bellos dioramas de Antonio Santos.
El cuento de Quiroga tiene el aire de una fábula, aunque con el agregado de la acción salvaje y brutal que caracteriza los relatos para la infancia del escritor uruguayo. Es una historia que propone, un poco a la manera de Bonsels en “Las aventuras de la abeja Maya”, una aventura en torno a la desobediencia de la protagonista. Desobediencia que cederá paso, luego, al regreso al enjambre, un poco a la manera del príncipe Hal, convertido en el Enrique V de Shakespeare. Las abejas rebeldes, como Maya, como la haragana de Quiroga, regresan a la colmena con las lecciones aprendidas. Lecciones que, tal como lo anuncia Quiroga, pasan por asumir, como lo hace en su último monólogo la abeja haragana, que “no es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes… Lo que me faltaba era la noción del deber… Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada uno”.
Hoy día, estos discursos clásicos sobre el orden jerárquico y centrados en el optimismo de la ética del trabajo parecen darse de lleno con una realidad más escéptica, donde resulta que poner el freno de mano y procurar la conservación tiene más prédica en los libros de abejas que van apareciendo. El afán de conservación se acepta con más facilidad como un valor superior frente al valor que antes representaba el trabajo infatigable, denunciado ahora como un falso medio para el falso progreso general. En cualquier caso, de una manera u otra, las abejas vuelven a las páginas de los libros, aunque ahora su vuelo y su trabajo común intentan simbolizar otra cosa: la necesidad de preservar el medio ambiente; la necesidad de una conservación de mínimos, antes que todo desaparezca. Y lo hacen de una manera más literal y más prosaica, y no tan poética o metafórica.
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